1. Cacería y sacrificio
2:18 am del 30 de septiembre 2010 – Parque estatal French Creek, Pensilvania, Estados Unidos.
El silencio reinante de la madruga, en un bosque cercano a
Filadelfia, se quebraba con el sonido de una respiración acelerada. Inhalación.
Exhalación. Inhalación. Exhalación. Las inspiraciones no sólo no eran profundas,
sino que eran más bien demasiado cortas, por lo que no cumplía con el objetivo primordial
de oxigenar correctamente las células del cuerpo. Los músculos acusaban el
esfuerzo y la falta de oxígeno. Una invisible luna nueva cruzaba un hermoso
cielo estrellado, pero el corredor no tenía tiempo para disfrutar de ello, es
más, ni se había percatado de tal acontecimiento, ya que en su mente sólo había
espacio para un único pensamiento: salvar la vida como fuera posible.
Los flacos esqueletos de los árboles de hoja caduca, eran
los silentes espectadores de lo que ocurría en el bosque. La humedad de su
aliento se convertía en vapor tan pronto salía de la boca, un indicativo del
frío existente en el bosque, pero él no lo notaba.
El cuerpo trataba de mantener el equilibrio, a la vez que
los pies buscaban fricción en el resbaloso colchón de hojas húmedas, que
cubrían la tierra y las raíces de los árboles. Cualquier desnivel del terreno,
roca o raíz podía hacer que el cuerpo cayera y rodara, haciéndole perder un
tiempo y unos metros preciosos, eso sin contar con la pérdida de energía
adicional requerida para ponerse de nuevo en pie y continuar su huida.
Las ramas de los arbustos se le enredaban en la camisa y en
los pantalones, a la vez que rasgaban la tela ante cualquier esfuerzo que el
exhausto personaje hiciera por zafarse. Lo mismo ocurría con la piel de brazos
y piernas en aquellas zonas en las que ya no quedaba tela que le protegiera.
La oscuridad que se había apoderado del lugar, aprovechando
la ausencia de la luna, estaba siendo interrumpida por oscilantes haces de luz
provenientes de varias linternas, que avanzaban rítmica e incesantemente, pocos
metros por detrás. Aunque él sabía que no debía hacerlo, cada cierto tiempo se
giraba para percatarse de la cercanía del grupo de puntos luminosos que le
perseguían. No estaba seguro de cuantas eran. A veces veía cinco, otras veía
tres, pero eso realmente no importaba. Tenía que seguir corriendo y conseguir
un lugar seguro. Los nervios y la presión no le permitían pensar con claridad.
A esas horas todo estaría cerrado y ninguna familia le
abriría la puerta de su casa. Quizás un teléfono público le podría servir, pero
con el incremento del mercado de la telefonía móvil, éstos habían casi
desaparecido de las calles. Por desgracia, su teléfono se le cayó en el coche y
no había tenido tiempo para buscarlo.
El pecho le ardía y las piernas comenzaban a desobedecerle.
Enfrente veía una cuesta, y según sus borrosos recuerdos, justo arriba había
una carretera que conducía a una zona residencial. “Podría tratar de esconderme
en algún jardín. No está mal, al menos se me ha ocurrido una idea”, pensaba
mientras se le dibujaba una sonrisa en su cansado rostro. “Podría hacer mucho
ruido y despertar a las familias. Les pediría que llamaran a la Policía”,
seguía auto-motivándose para poder obtener las últimas dosis de energía que
necesitaba. “Sólo esta cuesta y listo”.
Al llegar a la parte superior, en lugar de ver las esperadas
luces de las farolas de una calle, lo que sus ojos percibieron fue un potente
haz de luz. Las pupilas dilatadas por la oscuridad reaccionaron rápidamente,
intentando reducir el daño producido en el fondo del ojo. “¡Me estaban
esperando!” –maldijo mentalmente mientras expulsaba una bocanada de aire, como
un suspiro de resignación. No podía ver cuántas personas había. Detrás de él pudo
escuchar el sonido de una rama al romperse e inmediatamente sintió un fuerte
golpe en la parte de atrás de sus adoloridas piernas, haciéndole caer de rodillas;
la inercia se encargó de empujar el resto del cuerpo hacia delante, y una
reacción instintiva hizo que los brazos ejercieran la función de parachoques,
evitando que la cara fuera a parar sobre la tierra que cubría el frío y húmedo
suelo.
Tirado en el suelo, sin fuerzas ni esperanza, sintió como le
ataban los tobillos y luego las muñecas por la espalda. Para ello emplearon
unas gruesas bridas de plástico, que se le hundían en la carne.
Le dieron la vuelta, y le apuntaron de nuevo con la linterna
a los ojos. Podía escuchar varios pasos que provenían del bosque, lo que
significaba que el resto de los perseguidores estaban llegando. Nadie decía
nada, ni siquiera él podía exclamar palabra alguna debido a la falta de aire.
Uno de los presentes se agachó y le introdujo un trozo de
tela en la boca, que era su principal fuente de aire puro, obligándole a
respirar por las fosas nasales, que sangraban a causa de una de las tantas
caídas sufridas en la carrera. Luego utilizaron cinta adhesiva de embalar para
evitar que la mordaza se saliera. Finalmente le pusieron una especie de bolsa
de tela negra en la cabeza, dejándole completamente ciego.
Entre varias personas le levantaron y lo desplazaron varios
metros. Escuchó cómo se abría el maletero de un coche. Luego le dejaron caer
sobre la base del habitáculo, sin ni siquiera preocuparse de quitar las
herramientas u otros objetos que pudieran estar allí, los cuales se le clavaron
en el costado. Un fuerte y característico sonido metálico le indicó que habían
cerrado el maletero, bloqueando así la única entrada de aire.
El coche se puso en marcha. La sensación del movimiento
unido con la oscuridad y la dificultad de respirar, le provocaron algunas
nauseas. Él sabía que tenía que controlarse y evitar vomitar, ya que de hacerlo
podría ser fatal, pues no había forma de que el contenido de su estómago
pudiera salir de su cuerpo, produciéndole una asfixia segura.
El esfuerzo y la adrenalina, generada durante la
persecución, le habían hecho inmune al frío, pero estando en reposo dentro del
maletero y sin calefacción, no tuvo que pasar mucho tiempo para que comenzara a
notar como el frío se le introducía en el cuerpo.
Transcurrieron varios minutos y el movimiento cesó, seguido
por el silencio producido al apagarse el motor del coche. Las puertas de los
coches se abrieron. Pasos de personas que se acercaban. Agradeció la ola de
aire que entró al abrirse la puerta del maletero. Unas manos le cogieron de los
tobillos y de los hombros y le sacaron al exterior.
Lo llevaron a cuestas durante varios metros, mientras escuchaba
como los coches se ponían en marcha y se alejaban. Notó que subían unos pocos
escalones para luego entrar en una habitación. El eco, producido por el sonido
de las pisadas al rebotar contra las paredes, le indicaba que era un salón
amplio. Pudo deducir que estaban a oscuras, ya que no se colaba ninguna luz a
través de la tela que le cubría la cabeza.
Comenzaron a bajar por una escalera. Los sonidos se
volvieron mucho más opacos, sin eco, por lo que debía ser una vía estrecha.
Luego siguieron por un pasillo, para finalmente llegar a una zona más amplia. Una
luz tenue y oscilante se pudo filtrar por el tejido de su máscara de tela. Sin
previo aviso, las manos que le tenían cogido de los tobillos y axilas, le soltaron
para inmediatamente después sentir como la caída terminaba con un fuerte golpe
contra un suelo duro.
Le dolía todo el cuerpo. Los latidos del corazón retumbaban
en su cabeza. Cada pulsación producía un dolor agudo en la sien. Las piernas
acusaban el esfuerzo realizado en forma de agujetas. Los tobillos y las muñecas
le ardían a causa de las bridas, que le habían cortado la piel.
Alguien se le acercó y tiró de la capucha que le había
dejado invidente. Sus ojos no tuvieron problemas en adaptarse a la luminosidad
existente, ya que el recinto estaba en penumbra. En el suelo, alrededor del
magullado cuerpo, había cinco velas negras encendidas. Fue en ese momento cuando
la exhausta y adolorida mente de Mark Martin supo lo que le iba a pasar.
Se encontraba boca arriba en el suelo, encima de una
estrella de cinco puntas. Al final de cada una de las aristas había una vela
negra, cuyas llamas ondulantes producían extrañas sombras en las paredes. En
cuatro de las puntas de la estrella se podían ver una argolla sujeta al suelo,
haciendo las veces de grilletes.
El recinto era una habitación rectangular de unos 30 metros
cuadrados. A su lado izquierdo, opuesto a la puerta por la que había entrado,
pudo ver dos ventanas alargadas en la parte superior de la pared. Supuso que se
encontraba en un sótano y que esas ventanas estarían a ras del suelo en la
fachada principal.
Las paredes estaban cubiertas de manchas oscuras que podían
ser moho o simplemente humedad. Los únicos muebles que podía ver eran unas
mesas alargadas de madera. De un lado de una de estas mesas, en la esquina,
había algo parecido a una jaula con dos animales dentro: una gallina y una
cabra, ambos de color negro.
En el otro lado de la mesa había algo parecido a una caja
con gruesas paredes de metal, era como una caja fuerte, pero sin puerta. “Eso
lo recuerdo, pero no tengo ni idea de la utilidad” pensó la pobre víctima.
Del otro lado había nueve personas, cubiertas con túnicas. Aunque
no era posible verles el rostro, él sabía quiénes eran. Pasaron varios minutos.
Nadie decía nada. Silencio. “Faltan personas. Deben estar por llegar”.
Al rato se pudieron escuchar ruidos de pasos en el piso
superior. Las pisadas se iban acercando. Uno a uno fueron apareciendo por la
puerta, incrementando en cuatro la cantidad de personas en la habitación. Tres
de los recién llegados se unieron a los otros nueve, mientras que el cuarto caminó
hacia una mesa que estaba al fondo. Se quitó la capucha que le cubría la cabeza
y se puso una máscara muy realista de una cabra negra, de la que surgían un par
de largos cuernos. Luego cogió un cuchillo negro en su mano derecha. “Un Athame[1].
Tal y como me lo esperaba, él hará de sacerdote” pensó la resignada víctima.
El sacerdote se giró para ponerse de frente a la víctima. Otros
cuatro de los presentes también se le acercaron y le obligaron a sentarse en el
suelo. Mientras dos de ellos le cortaban la brida que sujetaba los tobillos,
los otros dos le liberaban las manos, cortando la brida de las muñecas.
Seguidamente le desnudaron completamente y arrojaron todas
sus pertenencias en la caja de metal de la esquina. El sacerdote contemplaba
satisfecho todo lo que ocurría. Finalmente cada uno de los cuatro ayudantes
cogió una extremidad y la ató al grillete correspondiente de la estrella de
cinco puntas.
El cuerpo estaba en una posición similar a la del Hombre de Vitrubio, con las extremidades
en cuatro de las puntas de la estrella y la cabeza en la quinta.
El sacerdote avanzó lentamente hasta quedar de pie, con el
desnudo abdomen de la víctima entre las piernas. Bajó la mirada. Para el reo
era prácticamente imposible evitar contemplar la aterradora vista que tenía
ante sí: un cuerpo con una túnica negra, las piernas abiertas a cada lado, los
brazos extendidos y en una de las manos un cuchillo negro, y finalmente la cabeza
de cabra negra, con largos cuernos y unos profundos ojos oscuros. Las facciones
de la máscara variaban por el efecto de la oscilante luz de las velas.
Sin quitar la mirada de los ojos del perseguido, el
sacerdote se sentó encima de la barriga, dificultándole aún más la respiración al
pobre individuo, que observaba lo que ocurría con los ojos desorbitados. Aunque
en la habitación hacía un frío intenso y húmedo, el sudor cubría su frente. Su
corazón palpitaba con rapidez.
Con la mano izquierda el sacerdote le agarró la quijada y
acercó el Athame a la comisura de sus
labios. Introdujo la punta del afilado puñal entre la piel y la cinta de
embalaje, y con un movimiento rápido cortó el material plástico adhesivo, para
luego tirar de él, sin importarle el dolor que pudiera provocarle. Mark Martin
aprovechó la oportunidad para escupir el trozo de tela que tenía en la boca.
– ¿Por
qué me hacéis esto? Yo he cumplido. Todo funciona como os prometí.
– Lo
sabemos –respondió la voz ronca del sacerdote– Has cumplido tu misión, ahora te
toca morir.
En ese momento los presentes, que hasta entonces se habían
mantenido en silencio, comenzaron en entonar un cántico en un idioma que parecía
latín.
– “Lucifer
omnipotentem. Tenebrae Dominus. In magnitudine arida ferrum lapidemque sublevo
audi vocem, illud ab oriente et occidente et aquilone praedicans indicium
meridiem occidere infirmus fortia vita...”
La víctima no podía creer lo que estaba pasando. Conocía
perfectamente lo que iba a ocurrir, cada uno de los movimientos y palabras que
sus captores iban a hacer y decir, incluso sabía el trágico final que le
esperaba. Pero él se encontraba allí, impotente, inmóvil, como una mosca en una
telaraña, una telaraña diabólica.
– “...aperi
oculos vides viri mildewed O mentes, complures listen disoriented ec...” –seguían
entonando los presentes.
Todo ocurría lentamente, lo que hacía que la angustia del
secuestrado fuera en aumento.
– “...Levabo
mutare mundi sapientiam quaerere”
[1] Nota del Autor: El Athame es una daga utilizada en rituales
satánicos. Posee un mango negro y una hoja de doble filo. No se utiliza para
cortar, sólo para dirigir la energía del que la usa.
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